CAPÍTULO XIX | ALGO MÁS

El asedio llegó a mi vida en la época estudiantil. Nunca fui una persona popular pero tampoco pasaba desapercibido en el salón de clases; es decir, era conocido de alguna forma, practicaba vóleibol en el equipo del colegio y ahí conocí a algunas personas; una de ellas, protagonista de esta peculiar historia.

Recuerdo que en aquella época, yo; un adolescente tímido de catorce años, andaba con los chicos que jugaban en el equipo de vóleibol del colegio. Una vez, un chico al cual llamaremos Renzo, fue reclutado del equipo de básquetbol; un chico alto, atleta, presumido por ser titular y capitán del mismo. Resulta que nuestro entrenador lo fichó para nuestro equipo, lo hizo por su evidente estatura ya que su juego era muy tardo y amateur.

Al ser muy popular, tenía muchos conocidos en el colegio; la gran mayoría eran los populares palomillas de la secundaria, los mismos que asediaban mi tranquilidad y paciencia cuando en los recreos me silbaban al pasar. Renzo no era ajeno y siempre se prestaba para la chacota.

Un día jugaba vóleibol en el recreo, cuando de pronto la pelota cayó accidentalmente a la canchita de fútbol de al lado; uno de mis amigos fue a recogerla pero los compañeros que jugaban fútbol, con mucha insolencia, la desaparecieron de un patadón a modo de mofa. En este punto nunca entendí por qué lo hacían, este tipo de acciones eran habituales y mis amigos y yo siempre jugábamos de forma serena, nunca presumiendo ni molestando a terceros. Supongo que estábamos sufriendo de bullying y aún no lo sabíamos.

La historia continúa cuando los imbéciles (dentro de ellos, Renzo) empezaron a burlarse diciendo:

-Vayan a recogerlo maricones.

Ese día pasaron muchas cosas por mi cabeza, el afán de resolver el problema frecuente de una vez por todas, había llegado. Una crisis de odio se apoderó de mí. Recuerdo haber corrido con mucha rapidez hacia aquel majadero subnormal y empecé a darle puñetazos y patadas, su expresión consternada no me limitó a escupirle un par de veces en la cara. Nunca había sentido tanta furia como aquel día, pero considero que eso ahuyentó la humillación que venía sintiendo durante algún tiempo.

No contento con semejante evento, quise agregarle un poco más de drama a la situación, así que desesperado me dirigí a la dirección del colegio a proclamar mi indignación y exigir sanciones inmediatas. La secretaria encargada, con el porte imponente que la caracterizaba y muy molesta, accedió a hacer justicia llevándome a mí y a mis amigos al salón de Renzo, pues sus colegas y de cierta forma él, fueron los culpables de mi inesperado estado de ánimo.

Entramos todos al salón, la secretaria de un grito fuerte e intimidante reclamó quiénes habían sido los causantes del problema que me aquejaba. Yo andaba muy nervioso y mis amigos al costado lo notaban, pues rechinaba los dientes de escalofríos. Nadie tuvo la valentía de hacernos frente pero con la furia aún plasmada en mis entrañas decidí señalar a cada uno de los que en aquella situación lamentable se anduvieron burlando mientras hacía justicia con mis manos a aquel “pobre” compañero ahora humillado.

Renzo, con suma pedantería se paró y dijo:

-Pues yo quiero decir algo señorita secretaria. Estoy harto de que en este colegio “haigan” puros maricones.

-Sinvergüenza- gritó la secretaria, que de un jalón de mechas prosiguió diciendo: entonces qué haces acá, por qué no te largas…

No logré escuchar en qué terminó la discusión porque la vergüenza y la cólera me hicieron llorar y fue cuando el profesor del turno quien escuchaba atentamente todo el altercado me jaló del brazo para sacarme del salón mientras yo condolía diciendo:

-Estoy harto de este colegio de mierda, ya me quiero largar.

-Tranquilo hijo, todo pasará. Esto te hará más fuerte. Estoy contigo.

Pasaron muchos años después, diez para ser exactos y quise saber más sobre Renzo, qué fue de su vida, en dónde vivía, a qué se dedicaba… Por algún motivo reconozco que lo busqué; y bueno, lo encontré.

Un día pactamos un encuentro en Lima, él muy extrañado pero accesible aceptó una reunión. Así que logramos vernos, conversamos, tomamos unas cervezas y limamos asperezas del pasado. Él ya casado y con tres hijos se veía feliz y realizado.

Le llegué a preguntar por qué hizo todo lo que hizo en aquella etapa escolar. Renzo no logró darme una respuesta concisa más que culpar a la inmadurez de su adolescencia y avergonzado me miró a los ojos. Yo hice lo mismo. Sonrió y me cambió de tema. Siempre supe que había algo más, sin embargo ese día no lo descubrí.

Aún no era el momento.

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